domingo, 15 de agosto de 2010

SHAKESPEARE Y EL VINO

Como hice en oportunidades anteriores, dejaré un poco de lado el maridaje propiamente dicho para escribir sobre el vino en la literatura. Navegando por Internet encontré un libro escrito por Miguel Ángel Muro, un profesor de Literatura de la Universidad de la Rioja en España, llamado El Cáliz de las Letras. En él repasa el papel que ha tenido el vino como “motivo literario” y la relación entre esta bebida y la literatura. La temática, que parecería ser muy interesante, hace referencia a aportes de Homero, Cervantes, Balzac, Neruda, Shakespeare y muchos otros al mundo del vino. La historia de la literatura es, según el autor de este compendio, una historia del vino y ambas constituyen una parte importante de la historia cultural universal.

Justamente el escritor inglés William Shakespeare escribió el “mayor elogio” literal que se conozca del Jerez. En la obra Enrique IV, el personaje Falstaff, cuya vida es la taberna, la juerga y el vino, considera a este último como la fuente de las virtudes de un hombre. “A fe que este mozo impasible no me aprecia, ni hay quien le haga reír. No es de extrañar: no bebe vino. Estos jóvenes tan sobrios no llegan nunca a nada, pues se enfrían tanto la sangre con bebida floja y comen tanto pescado que pillan una especie de clorosis masculina y, cuando se casan, sólo engendran mozas. Suelen ser necios y miedosos...”

Posteriormente entona un monólogo, tal vez el más entusiasta, emocionante y justo con el vino de Jerez:

“Un buen jerez produce un doble efecto: se sube a la cabeza y te seca todos los humores estúpidos, torpes y espesos que la ocupan, volviéndola aguda, despierta, inventiva, y llenándola de imágenes vivas, ardientes, deleitosas, que, llevadas a la voz, a la lengua (que les da vida), se vuelven felices ocurrencias. La segunda propiedad de un buen jerez es que calienta la sangre, la cual, antes fría e inmóvil, dejaba los hígados blancos y pálidos, señal de apocamiento y cobardía. Pero el jerez la calienta y la hace correr de las entrañas a las extremidades. Ilumina la cara que, como un faro, llama a las armas al resto de este pequeño reino que es el hombre, y entonces los súbditos viles y los pequeños fluidos interiores pasan revista ante su capitán, el corazón, que reforzado y entonado con su séquito, emprende cualquier hazaña. Y esta valentía viene del jerez, pues la destreza con las armas no es nada sin el jerez (que es lo que la acciona), y la teoría, tan sólo un montón de oro guardado por el diablo, hasta que el jerez la pone en práctica y en uso. De ahí que el príncipe Enrique sea tan valiente, pues la sangre fría que por naturaleza heredó de su padre, cual tierra yerma, árida y estéril, la ha abonado, arado y cultivado con tesón admirable bebiendo tanto y tan buen jerez fecundador que se ha vuelto ardiente y valeroso. Si yo tuviera mil hijos, el primer principio humano que les enseñaría sería el de abjurar de las bebidas flojas y entregarse al jerez.”

Sin embargo, la visión del autor en la misma obra con respecto al vino es ambigua. A la hora de describir despectivamente a otro personaje escribe sin piedad: “Te acosa un diablo encarnado en un viejo gordo, un tonel de compañero. ¿Por qué te juntas con ese baúl de fluidos, ese barril de bestialidad, ese hinchado costal de hidropesía, ese enorme pellejo de vino, ese fardo cargado de tripas, ese buey asado de feria relleno de morcilla, ese venerable Vicio, esa canosa Iniquidad, ese padre Rufián, esa añosa Vanidad? ¿En qué destaca sino en catar y beber vino?”

Este es el segundo humilde homenaje en este mes para el autor más brillante de todos los tiempos y la bebida más humana de todas.

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